sábado, 16 de mayo de 2015

Me miro las manos.

Hay días en los que me miro las manos, pensativo, imaginando lo que será de ellas en unos años, en todo lo que habrán tocado, las caricias que habrán dado, los aplausos merecidos a talentosos con manos artísticas contorsionándose en símbolos de exaltación, esas manos que construyen todo lo que alguna vez imagine cierto. Me toco la cara, los ojos, la punta de las ideas y todo lo otro que desaparece apenas escapa mi alcance. Me miro las manos y pienso que 25 años es poco, que no he tocado lo suficiente, que el tiempo pasa como arena entre mis dedos y que la historia más grandiosa está escrita en sus pliegues expresivos como el rastro de una sonrisa serena. Quien las hubiera imaginado así, asidas tan fervientemente a lo que creen perecedero, intentando retener la corriente de recuerdos que desaparecen tan pronto como llegan. Y una necesidad de tocarlo todo, de reconocerlo primero con los ojos de las manos y luego verlas tan quieta a veces, tan no tuyas, haciendo por azar lo mismo que pensabas hacer. Me miro las manos y pienso que 25 vueltas al sol no son nada, que he dado más vueltas con los brazos extendidos, cerrando los ojos y sintiendo como el piso se eleva rápidamente hacia tu cuerpo y las manos siempre ahí, deteniéndolo. Unas manos hechas para sostener otras, para alcanzar eso que olvidamos en el estante más alto de la vida, para hacer un barquito de papel y dejar que se vaya con la corriente de la primera lluvia de la infancia. Me miro las manos y pienso que un cuarto de siglo no es nada y las entrelazo en mi regazo, pensando que un día podrán recorrer satisfechas el trabajo de toda una vida