Hay un momento en que el impulso de tus sueños te lleva tan arriba, alejado de todo prejuicio y limitación que alcanzas un instante de suspensión entre la cúspide de tus expectativas y la realidad de las cosas, donde puedes, aunque sea por unos segundos, ver lo que hay más allá del horizonte. Es cuando tienes que decidir en seguir o caer inevitablemente en picada. Usar tu experiencia y ganas de vivir como escudo contra los obstáculos que el mundo tenga para ti. Blandir esas ganas de grandeza, de comerte al mundo de un solo bocado contra quienes en su limitada percepción pretenden detenerte, escoger aquello que con el solo hecho de pensarlo hace que tu ser extrapole todo ínfimo gramo de felicidad que siempre ha estado en ti. El cambiar cualquier cosa por felicidad siempre ha sido el mejor negocio del mundo. El saber que con tan solo quererlo hoy tu vida puede ser tan diferente como jamás imaginaste. Cuanto más pronto te des cuenta de lo que realmente importa encontraras que cada vez más cosas te salen sobrando.
No es que me guste cambiar constantemente mi vida, es simplemente que no tengo opción. No hay cosa entonces que se compare con el saber que haces lo que siempre quisiste estar haciendo.
Tu verdadero yo está ahí afuera, solo hay que salir a buscarlo.
Hoy, como alguno que otro día, no puedo dormir. Es en estas ocasiones que me pongo a pensar acerca de mi vida, de lo que he hecho y hare y emergen, como pequeñas botellas lanzadas a un mar de olvido, recuerdos que quedaron, sin querer, impregnados en mi alma. Es en Toronto, muy temprano y hora de levantarse a trabajar:
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5:40 am – La alarma del celular empieza a sonar.
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No sé y nuca sabré como manejaba levantarme tan temprano (al menos para mis estándares) pero lo hacía. Me ponía la ropa con manotazos de ahogado y de algún modo reaparecía en la cocina, donde calentaba avena instantánea que comía entre el sopor del sueño y el frio que se colaba por la ventana junto al comedor. Mi cuerpo recordaba entonces que estaba vivo y debía ir a trabajar. Salía a la calle, que me recibía con una bofetada de realidad, suficiente para despertarme. Me ponía los auriculares y encendía la música de mi ipod. Me daba suficiente energía para moverme desde la casa a la esquina donde debía esperar el autobús.
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6:20 am – El autobús llega a la parada.
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Siempre me extrañó la puntualidad de los autobuses en la ciudad, no entendía cómo podían siempre (o casi siempre) estar a tiempo, producto creo de una cultura donde el llegar tarde es la norma.
Siempre en la parada estábamos yo y un chico rubio, que llagaba justo un poco después. Llevaba una chamarra y una mochila gastada. Imaginaba (por la hora y los zapatos) que trabajaba en construcción. Subíamos callados moviendo ligeramente la cabeza, como saludo y agradecimiento al conductor por estar a tiempo, de lo contrario estaríamos tarde para trabajar. El tiempo en mi trabajo era fundamental.
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7:00 am – Hora de entrada.
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Los viejos viven en un tiempo distinto a todos los demás, tanto mental como físicamente. Su hora de desayunar es la hora en que un ser un humano promedio estaría recién recuperando la conciencia. Tenía solo una hora para hacer todos los preparativos del desayuno, en una rutina coreografiada donde un solo error llevaba al desastre. Tomaba uno de los carritos plásticos para transportar comida e iniciaba mi travesía por los refrigeradores. En alguna parte de mi memoria todos los ingredientes necesarios se afilaban uno tras otro, como un andar mecánico de la rutina. Primer refrigerador: leche, crema, mantequilla, yogurts. Segundo refrigerador: jugos, fruta, pan. Prender el tostador. Me dedicaba entonces a preparar todos los desayunos que se entregarían a las habitaciones. Comer en la habitación significaba que eran incapaces de bajar al comedor por ellos mismos o estaban enfermos. Tostaba primero el pan que después recubría de mantequilla y al final preparaba los tés y cafés. Casi siempre lo mismo, si acaso por alguna variación debido a que alguien se hartaba de lo mismo o porque alguien había muerto. Era normal.
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7:50 am – Entrega a los cuartos.
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Una vez terminadas todas las bandejas de desayuno esperaba a que las enfermeras vinieran y las recogieran. Todas excepto una. No era muy diferente a las demás: huevos revueltos, pan tostado integral, café, una banana y dos contenedores de crema de maní, todo acomodado siempre de la misma manera. Esa era mi entrega especial. Salía de la cocina y lo llevaba en el elevador hasta el tercer piso. Se abría a un pasillo con alfombra que daba a un segundo comedor con servilletas perfectamente dobladas, giraba a la izquierda donde recorría otro pasillo franqueado de puertas con imágenes intermitentes de enfermeras cambiando a personas en sillas de rueda, señoras sentadas en sillones, inmóviles, como parte de la decoración y residentes caminando apoyados de sus andaderas sin rumbo, todo acompañado de gritos matutinos, olor a hospital y secreciones humanas. Doblaba una vez más a la izquierda y justo a mi derecha estaba la habitación. Siempre tenía la puerta entreabierta para dejarme pasar, o tal vez porque ya no le importaba quien entrara.
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8:00 am – La señora Dart.
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Tocaba levemente a la puerta anunciando mi llegada para escuchar después esa característica invitación a pasar.
-Good morning Mrs. Dart, how are you?, breakfast is here (Buenos dais Sra. Dart, Como esta?, el desayuno esta aqui).
- Hi, I am very good, yey! Brakefast is here! (hola, estoy muy bien, que bien! El desayuno esta aquí!).
Entraba a la habitación que olía un poco a pis y medicamentos, colocaba el desayuno en la mesita de noche, abría la ventana y me sentaba en el sillón contiguo a la cama. Procedía entonces a decirle como es que estaba todo fuera del edificio y el buen día que hacía. Ella me escuchaba, atenta, sin mover un solo dedo desde su refugio de sabanas. Procuraba siempre darle todos los detalles que pudiese y algunas veces agregaba algunas cosas de mi cosecha, para hacer las cosas más interesantes. Ella actuaba como si no le importara, pero sabía que era en esos instantes en que la Sra. Dart podía, por unos segundos, ver de nuevo.
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5:40 am – La alarma del celular empieza a sonar.
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No sé y nuca sabré como manejaba levantarme tan temprano (al menos para mis estándares) pero lo hacía. Me ponía la ropa con manotazos de ahogado y de algún modo reaparecía en la cocina, donde calentaba avena instantánea que comía entre el sopor del sueño y el frio que se colaba por la ventana junto al comedor. Mi cuerpo recordaba entonces que estaba vivo y debía ir a trabajar. Salía a la calle, que me recibía con una bofetada de realidad, suficiente para despertarme. Me ponía los auriculares y encendía la música de mi ipod. Me daba suficiente energía para moverme desde la casa a la esquina donde debía esperar el autobús.
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6:20 am – El autobús llega a la parada.
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Siempre me extrañó la puntualidad de los autobuses en la ciudad, no entendía cómo podían siempre (o casi siempre) estar a tiempo, producto creo de una cultura donde el llegar tarde es la norma.
Siempre en la parada estábamos yo y un chico rubio, que llagaba justo un poco después. Llevaba una chamarra y una mochila gastada. Imaginaba (por la hora y los zapatos) que trabajaba en construcción. Subíamos callados moviendo ligeramente la cabeza, como saludo y agradecimiento al conductor por estar a tiempo, de lo contrario estaríamos tarde para trabajar. El tiempo en mi trabajo era fundamental.
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7:00 am – Hora de entrada.
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Los viejos viven en un tiempo distinto a todos los demás, tanto mental como físicamente. Su hora de desayunar es la hora en que un ser un humano promedio estaría recién recuperando la conciencia. Tenía solo una hora para hacer todos los preparativos del desayuno, en una rutina coreografiada donde un solo error llevaba al desastre. Tomaba uno de los carritos plásticos para transportar comida e iniciaba mi travesía por los refrigeradores. En alguna parte de mi memoria todos los ingredientes necesarios se afilaban uno tras otro, como un andar mecánico de la rutina. Primer refrigerador: leche, crema, mantequilla, yogurts. Segundo refrigerador: jugos, fruta, pan. Prender el tostador. Me dedicaba entonces a preparar todos los desayunos que se entregarían a las habitaciones. Comer en la habitación significaba que eran incapaces de bajar al comedor por ellos mismos o estaban enfermos. Tostaba primero el pan que después recubría de mantequilla y al final preparaba los tés y cafés. Casi siempre lo mismo, si acaso por alguna variación debido a que alguien se hartaba de lo mismo o porque alguien había muerto. Era normal.
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7:50 am – Entrega a los cuartos.
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Una vez terminadas todas las bandejas de desayuno esperaba a que las enfermeras vinieran y las recogieran. Todas excepto una. No era muy diferente a las demás: huevos revueltos, pan tostado integral, café, una banana y dos contenedores de crema de maní, todo acomodado siempre de la misma manera. Esa era mi entrega especial. Salía de la cocina y lo llevaba en el elevador hasta el tercer piso. Se abría a un pasillo con alfombra que daba a un segundo comedor con servilletas perfectamente dobladas, giraba a la izquierda donde recorría otro pasillo franqueado de puertas con imágenes intermitentes de enfermeras cambiando a personas en sillas de rueda, señoras sentadas en sillones, inmóviles, como parte de la decoración y residentes caminando apoyados de sus andaderas sin rumbo, todo acompañado de gritos matutinos, olor a hospital y secreciones humanas. Doblaba una vez más a la izquierda y justo a mi derecha estaba la habitación. Siempre tenía la puerta entreabierta para dejarme pasar, o tal vez porque ya no le importaba quien entrara.
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8:00 am – La señora Dart.
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Tocaba levemente a la puerta anunciando mi llegada para escuchar después esa característica invitación a pasar.
-Good morning Mrs. Dart, how are you?, breakfast is here (Buenos dais Sra. Dart, Como esta?, el desayuno esta aqui).
- Hi, I am very good, yey! Brakefast is here! (hola, estoy muy bien, que bien! El desayuno esta aquí!).
Entraba a la habitación que olía un poco a pis y medicamentos, colocaba el desayuno en la mesita de noche, abría la ventana y me sentaba en el sillón contiguo a la cama. Procedía entonces a decirle como es que estaba todo fuera del edificio y el buen día que hacía. Ella me escuchaba, atenta, sin mover un solo dedo desde su refugio de sabanas. Procuraba siempre darle todos los detalles que pudiese y algunas veces agregaba algunas cosas de mi cosecha, para hacer las cosas más interesantes. Ella actuaba como si no le importara, pero sabía que era en esos instantes en que la Sra. Dart podía, por unos segundos, ver de nuevo.