Y al final es eso lo que queda, tibio y diluyéndose, el recuerdo de lo que fue. Traer los plátanos a la casa, colgarlos cuidadosamente en la entrada y verlos morir. Pero hay algo más, debería, más cercano y familiar: ese sentimiento esquivo de sopor de la tarde cuando se está tan bien y el sol apenas calienta las mejillas. Y uno tan alejado del centro, de lo que se cree perdido y pegado apenas con fotos y repeticiones de los gestos de ayer. Aferrarse a las ideas como al barandal frente al precipicio, y el eco solo devolviendo palabras masticadas y recalentadas de tanto repetirlas, de tantas bocas. Si existe algo aún que valga la pena no podría ser parte de todo esto, de la fijación ritualista de vida y soledad, del silencio incómodo en la sociedad que no calla.
Aveces la madrugada de un domingo solo da para esto, y uno así, sin darse cuenta
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