Muchas veces nos olvidamos de lo
que tenemos, de la sencillez de las cosas. Estamos tan envueltos en lo artificial,
la falsedad y pretensiones que dejamos de vivir. No despegamos la vista de
aquello que creemos importante y nos consume de a poco, abofeteándonos con su
resplandor artificial, sofocándonos con la ansiedad de la prontitud anticipada.
Existe en la mayoría un vacío al que no se le puede satisfacer y que extingue
de a poco cualquier rastro de felicidad a la que nos aferramos. Y aunque no lo
parezca todo está ahí, listo para ser asido, escurridizo, escapándosenos en
lamentos y planes del mañana. No entiendes lo prescindible de las cosas hasta
que examinas el piso, pensativo, buscando el mejor sitio para pasar la noche
junto con otros más que las circunstancias han exiliado de las convenciones, de
la sociedad organizada; hasta que no sientes hambre pero sabes que no probaras
bocado alguno en horas, quedandote en un café barato del que te echan para ir despues a
perseguir supermercados y conseguir fruta y pan. ¿Cómo es el mundo entonces
cuando no tienes algún sitio al que volver? Es de lo más liberador y
aterrador que existe. La gente pasa y te mira con desdén, como perteneciente
al mundo de los que ya no son personas: un chicle que no quieren se les quede
pegado en el zapato. Pero es entonces y solo entonces que comprendes que la
vida es mucho más práctica, más sencilla y flexible de lo que siempre creíste
que era. Nadie puede caer más bajo que el piso donde se sostiene y una vez ahí
imposible disimular la sonrisa, esa que llega por lo absurdo e irónico de la
existencia. El frío te recuerda que vale la pena, siempre habrá lugares más
cálidos a los que volver y permaneces sentado, con todo lo que eres bien
aferrado entre las manos para que la tristeza no te lo arrebate, para cerrar
los ojos con tranquilidad y saber que serás el mismo al abrirlos, pero es inútil:
eso que creíste tener eran solo pedazos de tierra que han sucumbido ante la presión
de tus dedos intentando retenerlos. Y solo, al fin, con tu ser sobre un banco
frió y duro haces compañía al tiempo, a lo que escupe la noche, al inframundo
de los que han dejado todo lo que tenían y te ayudan a comprender lo más cercano a lo real, a lo verdadero, a lo
más puro que existe bajo de todas las cosas y una paz contemplativa te invade,
los gestos genuinos, la ayuda mutua, indiscriminada, el entendimiento, el que
da todo lo que puede a aquellos que han perdido más que tu pero encontrado más
de sí mismos. El mirarnos y comprender sin palabras, reconocernos, levantarte y
ofrecer tu abrigo al de a lado, a tu hermano, porque todos, ahí donde ya no hay nada, son
uno mismo.
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